Nosotros

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"...cabalgaras solo hacia la carcajada perfecta..."

sábado, septiembre 21, 2013

Rumbo a la Quebrada: La Quiaca.





Salimos a la ruta, poniendo como rumbo la frontera, y más allá. Con un itinerario bastante claro, pero un destino algo incierto, decidimos probar. Abrazos. Brindis. Buenos deseos. Arrancamos. En ese camino al limite del pais, el primer destino obligado era La Quiaca. Última parada Argentina antes de pisar suelo boliviano. Muchas son las formas de llegar a dicho lugar. Los tours de compras que hacen Villazon-Plaza Miserere, son conocidos por ser baratos, aunque nunca sabrás a ciencia cierta horarios. Pero para el que no tenga problemas de tiempo siempre es la mejor opció. También para ir al norte siempre es recomendable, el tren que une Retiro-San Miguel de Tucumán, que por la módica suma de 50 pesos argentinos, te deja a unas 10horas de La Quiaca.

Llegamos. Un mundo de gente de todo el mundo. Australianos ataviados con puyos y aguallos. Franceses mascando coca. Cholos hablando en inglés y niños tratando de adivinar las necesidades insatisfechas de viajeros de todas partes del mundo. Paralelamente a este encuentro de culturas, se desarrolla la vida de un pueblo que tiene más en común con lo que pasa en los andes de Bolivia, Perú, y Chile, que con lo que pasa en Buenos Aires: en la calle desplegadas infinitas mantas, con choclos, papas y yerbas y yuyos, enceres para la cocina y baratijas de todos los tamaños y colores. Aunque todas de china. El olor a la comida de la calle que invita a los transeúntes a frenar en cualquier esquina y compartir un almuerzo con desconocidos. Estos puestos de comida callejeros, lejos de representar el típico carrito de fastfood capitalino, se convierten en sucursales de la cocina hogareña ambulantes.

Ubicada al final del recorrido por la Quebrada de Humahuaca y a unos miles de metros sobre del nivel del mar, dejo sentir la falta de aire, ni bien llegamos. A pesar de estar en el norte de nuestro país, y que haga mucho calor, siempre se producen heladas y durante las noches frescas de verano el agua se congela. Sus pobladores muestran en sus rostros, esos surcos, que el frio el calor y la aridez, dibujaron. Los pobladores de los alrededores no solo trabajan la tierra y pastorean animales. Hacen alfarería, tejidos (ponchos, fajas), tallas de madera, cestería y orfebrería. La mayoría de esta producción se destina al turista y sus recuerdos. En nuestro caso no tuvieron mucha, por más que nunca nos cansamos de felicitar semejante habilidad y capacidad plástica y artista, el austero presupuesto de dos mochileros no cubría esos gastos.

Caminando una tarde por las calles de Yavi preguntamos a unas jóvenes que vendían queso de cabra que significaba el nombre “La Quiaca”. Nos contaron que el nombre proviene del aymará quisca, que significa "piedra cortante", en referencia a las piedras que se usaban para esquilar ganado. Pero no es la única versión, en el mercado central, decían que viene de kiaca, kiyaca o killaca, que significa "hoja verde de maíz". 

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Como sea que se nombre, cargamos nuestras mochilas y salimos a buscar hospedaje, el más barato. Nos dispusimos a recorrer un poco. Paseamos por la peatonal. Llegamos a la Plaza y fuimos derecho al correo y a la iglesia (dos lugares donde pasan muchas cosas significativas en los pueblos). Despreocupados, seguíamos sin saber cuál iba a ser nuestro hospedaje, pero bue, era más fuerte nuestras curiosidad. El mercado es sumamente atrapante. Lo recorrimos rápido para adivinar cuál iba a ser nuestra cena. Un poco de quínoa (comida de los astronautas), unas cabezas de ajo, un puñado de arroz y unos calditos en sobre. Lista la cena. Buscamos un lugar donde dejar la mochila. Le pedimos a la señora de un kiosco si nos hacia el favor, y ahí quedaron nuestros bultos. Cargábamos solo el termo, el mate y unas galletitas. Antes de buscar hospedaje nos quedaba algo por hacer: Cruzar a Bolivia y volver.

En la frontera, esperábamos un poco más de trámite, pero resulta que cuando uno va sin bultos encima, cruza caminando sin ningún tipo de demora. Villazon. Calles llena de locales, chucherías, mates, ropa, especias, fundas de almohadones, medias, gorros, notebooks, de todo. Recordemos que estábamos a 3000 msnm, así que los primeros síntomas del apunamiento se dejaban sentir: cansancio y dolor de cabeza. Recorrimos un rato largo, hasta llegar a la plaza de Villazon.

Pocos “viajeros” sentados en la plaza disfrutando. Generalmente Villason es un lugar muy de paso, típico de ciudad de frontera. Mucha gente al estar un breve momento, se lleva la imagen del lugar sucio, siniestro, peligroso. Lleno de robos y malandrines. Sin embargo luego de dar vueltas por sus calles y charlar con la gente, llegamos a la conclusión que vale la pena pasar una tarde. Allí nos esperaban los primeros mates del viaje. Caía el sol, caía la tarde, la yerba se lavaba, era hora de arrancar la vuelta para argentina. Ya de nochecita, aun sin hospedaje y con las mochilas acuestas, las calles de la quiaca nos veían deambular. Gracias al universo no solo las calles, los vecinos también. Y ya sea por la curiosidad o por la universal necesidad de asistir al desamparado, algunos vecinos se acercaron para aconsejarnos a qué lugar acercarnos para descansar. Siempre acompañábamos nuestra consulta del adjetivo “BARATO, PORFAVOR”. Así fue como ya de nochecita llegamos al hospedaje La Merced. -Una habitación doble por favor-. Ducha calentita. Medias limpias. La mochi en un rincón de la habitación, como diciendo “al fin llegamos”. Y si las mochis y nosotros no querían saber más de Andar… por ahora.

Cuando uno sale a viajar, y cuando hablo de Viajar no hablo de Turismo, asume que en el camino van a surgir muchos imprevistos. El nuestro, nuestro viaje, como iba a ser muy largo, nos proponía muchos imprevistos. Que no se hicieron esperar. El primero y casi el más importante, fue olvidarnos nuestra tarjeta de crédito. Luego de un momento de griterío y discusión, decidimos que lo mejor era esperar a que nos la manden por correo desde Buenos Aires: una semana tardaba en llegar. Bueno, dale, la esperamos. Una excelente excusa para recorrer y conocer un poco más La Quiaca y sus alrededores. Ni lo dudamos. Agarramos nuestros bolsos de mano y salimos al mercado. Temprano, andábamos por el mercado central de la ciudad. Alli un dominical coro de paisanos se turnaban melodicamente a la voz de “Yavi, Yavi” ese era nuestro proximo destino. Un pequeño pueblito a las afueras de La Quiaca. Sin luz eléctrica, ni gas natural ni todas esas malditas comodidades que no dejan disfrutar de la vida. El lugar ideal para el viajero (no para el turista). Llegamos a Yavi, pero quisimos ir aun un poquito más lejos. Yavi Chico. Un caserío que no llega a 10 casa. Pero hermoso. Tranquilo.

Queriamos ir al rio a tomar unos mates. Asi que seguimos nuestro instinto (tampoco había mucha gente como para consultar). Una calle en bajada nos acercaba hacia el rio. Pero a mitad de camino nos encontramos con un pequeño museo local: el Museo Mama Antonia Tata Portal. Un lugar muy poco frecuentado, que casi siempre lo cierran y lo abren para los pocos visitantes que reciben. Si uno llega a sus puertas y lo encuentra cerrado, no hace falta más que golpear las palmas, y algún vecino saldra corriendo a buscar a una de las encargadas, Doña Teodora, la humilde mujer que cuenta lo que le dijeron que era su pasado, pero también relata que sus abuelas y abuelos le contaron sobre su pasado. Muchas veces los relatos de Doña Teodora no coinciden con lo que dicen los rótulos escritos por arqueólogos de Buenos Aires. No estaba muy convencida de que eso que estaba dentro de la vitrina, era muy pasado. Los objetos que estaban dentro de las vitrinas y los objetos que ella misma estaba usando, se confundían. Tejedora en su tiempo libre y Guía de museo cuando aparece algún gringo, Teodora nos dedicó un rato largo de su tarde de tranquilidad. EL museo no ocupaba más de dos salas, con vitrinas llenas de polvo y bolsas de materiales arqueológicas apiladas en los rincones. Con nuestra poca experiencia en arqueología y educación nos decidimos a dar una mano, así que armamos el mate y ahí compartiendo chistes y anécdotas nos quedamos un rato acomodando y clasificando los materiales que estaban en las bolsas. Mil veces había hecho esto en el Museo de La Plata, nunca tan entusiasmado como en esta ocasión ayudando a doña Teodora.

Al notar que nos interesaba la arqueología y nos gustaba caminar, Doña Teodora nos habló del “antigal”. Una vez que capto nuestra atención, nos contó que del otro lado del Rio Yavi Chico, había un campo donde los antiguos enterraban a sus difuntos. Que a la noche pasaban cosas y que los caballos no se metían a pastar. Ahí decidimos ir a caminar el resto del día. Un sendero de tierra pequeño, en medio de un alto pastizal, verdeamarello, llevaba hasta el pequeño curso de agua. Pequeño, en verano, pero el ancho del cauce, daba a entender que en la temporada de lluvia, cargaría bastante agua.
 


Por ahí caminábamos, saltando charcos y chaquitos. Veíamos la casa de adobe desde lejos. Desde lejos veníamos reconociendo cerámica en el suelo. Mucha de ella seguramente de los antiguos pobladores de la zona. Las casas abandonadas siempre me cautivaron mucho y despertaron mi curiosidad. Esta no era la excepción: Una casa antiquísima abandonada en un antiguo cementerio indio. NI lo dude. Entre. Una vez dentro con todo el sigilo de un roedor (por no decir gato) nos escurrimos entre los cuartos con olor a humedad y polvo. Muchos restos arqueológicos encontramos dentro. Puntas de flecha, Pals y hachas talladas en las rocas del lugar, se encontraban ahí dentro. Imposible cargarlos. Allí quedaron, libres de su prisión de la tierra y el tiempo, pero presos del olvido en algún rincón de Yavi. Solo un pequeño cántaro de cerámica decidimos guardar.
 


Así se fue pasando el resto de la tarde. Volvimos de noche al pueblo después de recorrer todo el curso del rio. Las calles vacias, ni los perros se asomaban, ladraban desde sus cuchas. Las calles de polvo, no tienen veredes, continúan hasta las paredes de adobe de las casas. Cada tanto la calle tiene pasto y flores. Hermoso. Golpeamos en una casa que tenia escrito en un pizarrón “Cerveza fría, Queso y Pan”. Preguntamos si alguien nos podía acercar hasta la quiaca. Nos dijo que había un viejito que tenia auto… el único que había en el caserio. Estabamos a 20 km de La Quiaca, de Noche, con hambre y sin transporte. Fuimos a buscar a nuestro veterano chofer. Un hombre bajito que estaba blanco de los pies a la cabeza. El hombre tenia un pequeño molino de trigo y hacia harina. Cerramos un trato por monedas, y el hombre nos acerco. ¿Pueden Creerlo? Estás en tu casa tranquilo, descansando, a la nochecita y dos tipos que no conoces te piden si les haces el favor de llevar con el auto 20km por unas calles de tierra en el medio de la nada, ¿Qué haces? El tipo ni lo dudo, nos llevó. Muchos gestos como estos. Antes de seguir viaje, paramos en la casa de Doña Teodora, la encargada del Museo y le dimos el cántaro de cerámica, y le indicamos donde estaban los demás.   

 






Era tarde ya y el hambre nos perseguía. Las calles, oscuras y ventosas. Por allá se veían unas luces y un pizarrón con algo escrito en tiza. Nos acercamos, abrimos la puerta. Tranquilidad. Adentro sonaba sabina y mas de fondo un charango en vivo y en directo, había algunos sahumerios prendidos, y por supuesto no corria el viento. El adobe es un increíble Material de construcción, aislante del frio, de la humedad y del ruido. Un viejo tronco funcionaba como sostén de toda la casa. Ahí nos sentamos, sobre unas muyidas mantas, como en nuestra casa. Ya saben lo que dicen de nuestro paladar y sus sabores. Eso de que la mejor comida se saborea antes de tenerla en la boca. Este es el caso del Café con Leche y pan casero con queso de cabra que nos esperaba. No solo lo saboreamos antes: Lo seguimos saboreando ahora.














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